La
mansión de los Strokefield era imponente. Se encontraba en las
afueras de Swanage y el jardín tenía unas hermosas vistas al mar.
Era allí, en el verde jardín, donde se celebraba la fiesta. Las
farolas y las luces colgadas iluminaban un gran espacio. Ya había
mucha gente en el lugar cuando llegamos, y hablaba amenamente en
grupos. Había gente bailando en la pista de baile, y la orquesta
tocaba una exquisita música. Hice los saludos reglamentarios porque
mis padres me mandaban y después logré escabullirme a la otra punta
de la finca. Me acomodé en un banco, no sin antes coger en un
platito unos cuantos canapés. Los degusté lentamente mientras que
observaba a la multitud bailar alegremente. Desde que la guerra
había acabado, la alegría embargaba a todo el mundo, menos a mí.
Mi hermano Edward había muerto en la batalla. Edward, la persona en
la que más confiaba en el mundo. Falleció casi cuando la guerra
estaba llegando a su fin. Papá y mamá apenas se habían inmutado,
lloraron los primeros días, pero como en sus mentes ya se habían
hecho a la idea de que se podía morir, no les afectó en exceso. A
mi y a Allan sí, y estuvimos meses llorando su muerte. Me encerré
en mi misma a pesar de que tenía doce años. Me alejé de todo lo de
mi edad y me sumí en la más profunda de las pesadillas. Unas
lágrimas cayeron por mis mejillas cuando Allan me encontró. Me
recompuse rápidamente.
-El,
lo siento mucho. No debería haberme metido en la pelea-. Se disculpó
y se sentó a mi lado.
Recapacité
y comprendí que no me podía enfadar por los problemas de mi
hermano, y lo perdoné.
-Eres
la mejor hermana del mundo, El-. Dijo tras decirle que lo perdonaba.
-No
me gusta esto, Allan.
-A
mi tampoco, pero están mis amigos y se me hace menos pesado.
-No
he visto ni a Marie ni a Jeannette en tres días.
-Mañana
si quieres te acompaño a la casa de alguna de ellas.
-No
necesito carabina para que venga conmigo a todos los sitios-.
Protesté y él bufó-. Me voy a casa, estoy harta de esto.
-Suerte,
cariño, si consigues que mamá y papá te dejen.- Contestó
irónicamente.
Lo
miré con falso desdén y me dirigí a través de la pradera al grupo
donde estaban mis padres.
-Madre,
no me encuentro muy bien- dije llevándome la mano a la frente-
¿podría irme a casa?
-Querida,
te puedes ir si prometes que no vas a molestarme más en toda la
noche. Volveremos bastante tarde, cuídate en nuestra ausencia y
métete en cama en cuanto llegues.
-Gracias,
madre, en este tipo de momentos la quiero bastante.
Llamó
a un camarero para que avisara al cochero y me acomodé en el
asiento. La noche era deliciosa, y era bastante clara, porque en esos
días el sol se ponía muy tarde y era luna llena. Pasábamos por
delante de la playa cuando ordené al señor Ferguson parar la
calesa.
-Pero
señorita, está usted indispuesta.
-Señor
Ferguson, tan solo quería marcharme de esa fiesta. Estoy como una
rosa, créame. Dentro de un rato vuelvo a casa, pero necesito pasear.
Mirar el mar calmo, durante el día la playa está llena.
Tras
pensárselo, cedió y me bajé del carruaje.
Caminé
un pequeño trecho por el paseo marítimo hasta el muelle. El el
fondo de este divisé una figura masculina. Me dio un poco de miedo,
pero me acerqué. Estaba sentado en un banco mirando al mar. Vi quién
era y reconocí que era el chico con el que Allan se había peleado.
Me senté a su lado.
-¿No
es un poco tarde para que las princesas caminen solas?- Dijo él, con
su profunda y melodiosa voz.