miércoles, 2 de mayo de 2012

Chapter 1.


Aquel caluroso mediodía de principios de Junio de 1923 era desagradablemente bochornoso para todos los habitantes del pueblo. Aún no era hora de ir a la playa, por lo que la gente se dedicada a esperar a que el sol fuera menos intenso bajo la sombra de los árboles. Las blancas sábanas estaban colgadas a secar, perfectamente tendidas, y la luz del sol que intentaba atravesarlas, simplemente era tamizada por estas.

Pero a mí me gustaba el calor, sobre todo aquel angustioso bochorno. Estaba sentada en el porche trasero de mi casa, en las escaleras de madera que bajaban al jardín. Mamá estaba sentada en la mecedora. Más bien estaba rígida y estática, como una tabla, porque no quería sudar ninguna una gota ni arrugar su precioso vestido.

-Querida, no estás haciendo nada. Haz algo productivo, siempre que no molestes a tu padre, que está muy ocupado con el trabajo-. Dijo mi madre, con su típica frialdad.

-¿Y qué sugiere, madre?- Reproché.

-No lo se, ¿parar de dar golpes con los pies en el suelo?- preguntó, con cierto tono de ironía-. Esos zapatos te los han hecho a medida y los han traído de París, no te quejes y trátalos bien-. Continuó, intransigente.

-¿Irá hoy a la playa?- Pregunté.

La verdad, no sabía por qué le preguntaba si iba a la playa. Se supone que a la playa se va a bañarse y a tomar el sol, ¿no? Pues mi madre iba a la playa a sentarse en una silla delante de una gran mesa en compañía de otras damas, sin que ni un rayo de sol les molestase, ya que tenían un gran toldo encima de sus cabezas. Así estaba ella todos los veranos desde que yo tenía memoria.

-Hoy no, iré a tomar el té con la señora Dean, la señora James y las señoritas Havisham. Puedes venir, si te apetece, y siempre que no digas ninguna de las barbaries típicas de ti.

-Prefiero no ir, no me gusta aguantar a mujeres que sólo se desviven por bordar y por competir por cuál de sus casas es mejor.

-¡Eleanor! No me gusta que hables así. Muestra la educación que te hemos dado tu padre y yo. Esta noche la vas a mostrar. Vamos a la fiesta de los señores Strokefield-. Dijo, y ya iba a protestar cuando prosiguió-. Y nada de protestas.

-¿Y qué me pongo?- Pregunté.

-El vestido verde que te regaló tu tía Maddison el mes pasado.

-Vale. Y ya no le molesto más. Adiós-. Me levanté, cogí mi sombrero y el libro que estaba leyendo en mi regazo y me encaminé rumbo a cualquier lado.

-Si ves a tu hermano dile lo de esta noche-. Oí decir a mi madre antes de llegar a la calle.
 
“Voy a tener suerte si lo encuentro”, pensé, ya que mi hermano Allan siempre se iba tan pronto como acababa de comer, y solía volver siempre tarde.
Todos los veranos desde que nací los había pasado en Swanage, un pintoresco pueblo en el sur de Inglaterra donde familias como la mía veraneaban allí; y tras ellos volvía a mi casa en Cambridge. Mi padre apenas disfrutaba del verano, ya que se lo pasaba recibiendo llamadas y visitas de sus clientes de Londres, y allí era muy reconocido.

A mi me gustaba aquel lugar, pero apenas tenía amigas. No era sociable. Las únicas amigas que de verdad lo eran para mí eran tres: Marie, Jeannette y Sarah. Las tres eran de Swanage, y siempre me recibían con cariño. Después estaban las insoportables hijas de las amistades de mis padres, a quienes tenía que aguantar si no quería ganarme quedar en casa el resto del verano, sólo por el capricho de mi madre de que fuese amable con la gente. Pero yo no era así y detestaba acudir a reuniones sociales.

El único que de verdad me entendía era Allan. Éramos mellizos, aunque él era el mayor, y siempre me cuidaba y me defendía como si yo fuese una niña pequeña aunque tuviésemos la misma edad. Él y yo siempre no pelábamos, pero siempre me perdonaba, o yo lo perdonaba a él. Acabábamos de cumplir los diecisiete años, y comparando su enorme libertad, yo estaba enjaulada en un mundo de bordar y recibir clases de piano. Pero yo ansiaba más. Ansiaba ser más que una dama que se quedaba en casa viendo cómo los hombres disfrutaban teniendo todos los derechos y más.

Mi hermano se llevaba bien con todo el mundo, era un amor, porque era agradable hasta con la gente amiga de nuestros padres a la que yo no soportaba. Y él andaba con los niños de papá que veraneaban en el pueblo como nosotros. Teníamos los mismos ojos esmeralda, pero su pelo era castaño y rizo, mientras que el mío era de color avellana y liso .

Caminaba por el bosque de camino a la cala donde todos los jóvenes de Swanage iban cuando oí unos gritos. Salí al camino de arena blanca que conducía a la cala y me encontré a un grupo de chicos peleándose y llamándose barbaridades los unos a los otros. Los puñetazos volaban. Conocí algunos rostros vagamente. Y de repente reconocí a mi hermano entre los quince jóvenes que allí había. Y por suerte llevaba un vestido ligero y corrí fácilmente. Los demás jóvenes pararon de pegarse en cuanto me vieron, pero mi hermano y el chico con el que se estaba peleando no pararon.

-¡Allan, para!-. Grité.

-Vete, El-. Me dijo, llamándome por mi nombre cariñoso. Y en su despiste, el otro chico de propinó un puñetazo que lo tiró al suelo. Pero Allan se levantó y yo me interpuse en su camino. Su contrincante estaba respirando, y sangraba por la nariz.

-¡Escúchame, por el amor de Dios!- Grité aún más, pero él tiraba de mí y yo de él, haciendo fuerza, pero él era mucho más fuerte que yo. Al final cedió.

-Vale-. Dijo sin quitar la vista del chico con el que se peleó, al que se dirigió-. Esto no queda así, que te quede claro, mamón.

-Ya, para que venga tu novia a defenderte-. Contestó el otro.

-Allan, cállate-. Dije antes de que él contestara.
Todos estaban en camisa, algunos con tirantes puestos y otros sin ellos, que estaban tirados en el suelo.

-Cuando quieras acabamos esto-. Logró decir, alterado, mi hermano.
Y el grupo del chico con el que se peleó Allan se fue, y los amigos de mi hermano se acercaron a nosotros. Casi todos sangraban, pues los chicos locales eran mucho más fuertes que los amigos de mi hermano.

-Allan, mira que eres estúpido. Siguiéndole el rollo a la gente te metes en problemas-. No era la primera vez que se peleaba, pues a él le encantaban las peleas.

-Hey, El, vamos, no te enfades-. Dijo con tono suplicante.

-Sí que me enfado. Vente a casa pronto, vamos a la fiesta de los Strokefield. ¿Tus amiguitos no van?- Dije, con mala gana. Sus amigos ya sabían que los odiaba-. Ala, adiós, manada de caníbales incivilizados.

-Dejadla, es así-. Se disculpó mi hermano, mientras yo me iba en dirección a la playa, la misma dirección que cogieron los que se pelearon con el grupo de mi hermano.

Como la pelea me había quitado las ganas de todo, me senté en una tumbona de madera y tela que había para sentarse. Pronto volví a casa a arreglarme. De camino, me encontré a mi hermano, y nos juntamos. No pronunciamos palabra ninguna, porque ninguno estaba de humor para eso.

Me maquillé ligeramente. Me vestí. Me peiné. Me puse los zapatos negros de charol negro que tenían tacón. Aunque quisiera, nunca podría llegar a la altura de cualquier chico de más o menos mi edad, porque yo era algo bajita. Protesté entre dientes maldiciendo a toda la gente que iba a a la estúpida fiesta, que era más por negocios que por entretenimiento.

Mi madre prefería que a aquella clase de eventos sociales fuéramos en calesa de caballos, y así que me acomodé en uno de los asientos a la izquierda de mi hermano. El gran bigote blanco de papá estaba resaltaba con su traje de noche tan elegante, y mi madre llevaba un vestido rosa palo, cubierta con su chal de plumas de aves tropicales. Allan llevaba un traje negro, y realmente parecía un caballero, tal y como lo era mi padre.

El atardecer me dejó ver las nubes naranjas que se extendían por el horizonte, y yo respiré hondo antes de enfrentarme a la sociabilidad.